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«Tejido Social: Arte Textil y Compromiso Político» en Museo de la Solidaridad Salvador Allende

Como buena curiosa empedernida, siempre estoy preguntando a gente con que converso cuál creen que es el mejor museo de Chile. Una pregunta espinosa y un tanto tramposa, pues combina el gusto personal con apreciaciones más generales (además de volver a la ya desgastada idea del “ranking”). Pero bueno, qué le voy a hacer. El fondo del asunto es que un museo es nombrado una y otra vez, sobre todo cuando responden personas que trabajan en el sector cultural: el Museo de la Solidaridad Salvador Allende.

Este no es el momento para contar la intrincada historia de este singular espacio, único en Chile tanto por su origen como por su devenir posterior. Sin embargo, para los menos informados, contaré que es un proyecto que nace durante la presidencia de Salvador Allende. Allende realizó una extensa campaña junto a artistas e intelectuales chilenos y extranjeros para que artistas de todo el mundo donasen obras con el objeto de crear un museo de arte contemporáneo para el pueblo chileno. Fue un experimento hermoso, y que tuvo gran éxito: cientos de obras fueron enviadas por artistas internacionales como Picasso, Miró, Ernst; y por exitosos chilenos y chilenas como Vilches, Núñez, y Pérez (Matilde). Con la llegada de la dictadura muchas de estas obras desaparecieron, robadas o destruidas. Sin embargo, gracias a un extenso trabajo colectivo, se logró recuperar gran parte de la colección original, radicada hoy en un bello palacio ubicado en el barrio República.

El Museo hoy no sólo cumple el rol de exhibir y poner en relevancia esta importante colección, una de las más extensas e importantes de Latinoamérica. También es uno de los museos que más destaca por relacionarse con las comunidades del territorio en que se encuentra inserto, dialogando con temáticas que interesan a los vecinos de su barrio: la migración, la memoria, el género, la comunidad. Además, se ha ganado una merecida reputación por presentar exposiciones de primera calidad, pues pone al centro de su quehacer la investigación y el archivo, bases de toda buena gestión museística.

Es en el primer piso de este espacio que desde el 30 de Marzo se exhibe Tejido Social: Arte Textil y Compromiso Político, exposición curada por Josefina de la Maza. Lo primero que destaco, y es un gesto que no me deja de conmover, son las cédulas bordadas sobre textiles (las cédulas son las señaléticas con información sobre las obras colocadas junto a las mismas). Un gesto que va más allá de la formalidad, pues no sólo demuestra una profunda fidelidad a la temática de la exposición, sino que también es una forma de hacer del museo – y me refiero a la institución misma del museo – más amable. El textil siempre invita más que un simple papel o cartón: personalmente asocio la idea de la tela con ropa, abrigo, contención. Por otro lado, una cédula bordada demuestra un cariño hacia la exposición que crea un lazo afectivo con ella, pues nos indica que alguien se tomó el tiempo de bordar cada título, autor y fecha. Genera una conexión más profunda, y se agradece especialmente en tiempos de cédulas ilegibles o incompletas (se me vienen ciertos museos y galerías a la cabeza).

Cédulas bordadas, amor infinito.

Respecto de la muestra misma: en su primera sala nos encontramos dos arpilleras, y un imponente tapiz de Jean Lurçat (el primer textil de la colección del Museo). La curadora, a mis ojos, nos introduce en esta sala de a poco a la temática e importancia del textil, en sus variaciones tanto nacionales como internacionales. No se debe olvidar que Lurçat fue una figura de gran relevancia a nivel mundial al impulsar la revalorización del tejido y el tapiz como materialidades dignas y relevantes para el arte contemporáneo. Por otro lado, las arpilleras fueron y son una manifestación artística, realizada principalmente por mujeres, que cobraron fuerza y relevancia gracias a los esfuerzos de Neruda y Antúnez en los 60 y 70, siendo exhibidas en innumerables galerías y bienales. Son piezas clave del contexto histórico y artístico del arte textil de esas décadas efervescentes.

El tapiz de Lurçat, Janus (1964), muestra una figura de atributos míticos, cuyos coloridos hilos contrastan con el fondo verdinegro de la tapicería. Se encuentra a medio camino entre la abstracción y lo figurativo, siendo imposible saber qué es: recuerda a bailarines de La Tirana con sus disfraces y máscaras coloridas, a un gallo con talones filosos y plumas tornasoles, o a un ancestral dios azteca a punto de atacar. Sus patrones geométricos y el juego con el color, acompañados del gran tamaño del textil, le entregan a la obra una tri-dimensionalidad que de cierta forma asalta visualmente al visitante.

Otra obra que no deja de llamar la atención es Sin Título (1969-1970) realizada por las Bordadoras de Isla Negra. Muestra una escena que es doméstica por su temática (una mujer da de comer a los animales de su predio) pero psicodélica en su expresión (el cielo sinuoso es rosado y verde, y parece hacerse parte del techo de la casa, la cual está rodeada de plantas que explotan de colores, casi tropicales).

En esta sala se revela, entonces, el poder del textil para contar historias, ya sean sobre lo mitológico o lo cotidiano, y a medida que seguimos un hilo tras otro de las obras es imposible no maravillarse con el detalle y manejo de los artistas. Además, visitantes comienzan a entender que el textil es símbolo de algo más: valorar esta materialidad implica valorar a los trabajadores que realizan labores artesanales, que trabajan fuera de los circuitos glamurosos del arte contemporáneo, y que aún hoy en día suelen ser excluidos de las grandes narrativas sobre el Arte así con A mayúscula. Poner en valor ese trabajo es un gesto político que desafía jerarquías e idea en que el progreso es sinónimo solo de máquinas e ingeniería.

Al pasar a la siguiente sala se concatena la narrativa anterior con la historia de varios telares que tuvieron un rol protagónico al inaugurarse UNCTAD III, hoy Centro Cultural Gabriela Mistral, evento para el cual fueron creados. Aquí brillan con fuerza dos de las cualidades que más admiro de este Museo (si, soy fan, se nota): la primera es cómo se expone el valor del archivo, al revelar la investigación en torno a la historia de cada obra, contextualizándolas y ligándolas entre sí y a otros fenómenos sociales de la época. La segunda es la calidad de los textos curatoriales: estos son claros, informativos, y comprensibles. No se enmarañan en largas repletas de abstracciones que sólo marean, y que más que explicar es como si se pavonearan. Textos como los del Museo me hacen enormemente feliz, pues el defender la escritura sobre arte de forma clara es uno de los tres pilares de este blog. No es necesario esconderse detrás de grandes conceptos para contar la historia de lo que se exhibe, explicar qué se está mostrando, y por qué es relevante. La falta de claridad de un texto probablemente se debe a falta de claridad de quién lo escribió; sin embargo, el efecto es confundir al visitante y hacerle sentir culpable de no entender.

Multitud III (1972) de Gracia Barrios

En esta sala los telares que se exhiben son de otra escala: una magnitud grandiosa, como el caso de Multitud III (1972), de Gracia Barrios, que absorbe con sus tres por ocho metros – un total de 24 metros cuadrados. Multitud III es una representación del pueblo chileno, de la fuerza y diversidad de la “masa” que lo compone, masa numerosa pero mostrada como solidaria, unida. Es imponente e inspiradora, tanto por sus colores como por su tamaño, y da para quedarse un buen rato perdiéndose en los detalles, especialmente en los rostros, cuya indeterminación sirve para incluir en esta multitud a todos los hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas, de toda raza, edad, inclinación sexual y situación económica que hacen de Chile, Chile. Barrios destaca la importancia de lo colectivo, y las figuras que borda se arremolinan con los brazos entrelazados, en torno a banderas, como si fuesen una sola entidad. Hace eco de la agitación utópica del gobierno de Salvador Allende, en la que por unos años brilló con fuerza la esperanza de un gobierno de todos para todos, sin inequidades y abusos.

En el siguiente muro se exhibe una trilogía de Roser Bru, El Hombre, La Mujer, La Familia (1972), grandes telas cosidas que evocan figuras arquetípicas de lo que nos imaginamos con “familia”, “hombre”, “mujer”. En el contexto actual, se me aparecen como una problematización de qué consideramos familia (u hombre o mujer) y qué no; qué grupos excluimos de esa definición y porqué, e invita a reflexionar sobre cómo estas consideraciones están cambiando hoy (para unos demasiado rápido; para otros no lo suficiente).

La sala se cierra sobre sí misma elegantemente al incluir de distintas formas obras que fueron exhibidas en UNCTAD III juntas a las anteriores pero que continúan desaparecidas. Primero, el tapiz abstracto de Paulina Brugnoli, Sin Título (1969), actuando como suplente del tapiz de la misma artista cuyo destino se desconoce: ambos fueron creados en la misma época y son similares (temática abstracta, colores, tamaño). También aparece un bordado de grandes dimensiones creado colectivamente por un grupo de mujeres de Isla Negra, representado a través de una foto en blanco y negro del mismo. De esta forma, la historia que cuenta la sala se complementa con material archivístico, profundizando su potencia narrativa, mostrando fotos de las obras (especialmente de las desaparecidas), de artistas, planos y apuntes. Así se hacen presentes no sólo las obras desaparecidas, sino que por extensión todo lo que dejó de ser con la dictadura: sueños, vidas, familias. Tejido Social exhibe sin tapujos ni drama el asalto a la cultura y el arte que representó la dictadura como una importante faceta de su carácter represivo.

Al bajar la escaleras en esta sala, tenemos una vista privilegiada de una larga colección de molas panameñas bordadas, titulada Molas (1970-1976) y realizada por mujeres de la etnia Guna. Su colorido es ciertamente impactante, con neones casi digitales que bordan motivos tropicales, mostrando frutas, hojas, animales, así como sus dimensiones, colgando desde el techo de la primera sala al suelo del zócalo subterráneo. Nuevamente se pone en relieve el meticuloso y detallado trabajo que implica un textil, valorizándose el quehacer artesanal.

Las Molas viajaron junto a un grupo de arpilleras por América y Europa, exhibiendo su trabajo como forma de protesta en contra de la dictadura opresiva. Nuevamente nos enfrentamos a las formas en que el trabajo textil se conecta con una dimensión política y de protesta, específicamente en las décadas de los 60, 70 y 80. Junto a las Molas hay posters de las exposiciones en que éstas se exhibieron: el Museo así reitera la carga histórica que tiene estas obras y cuenta éstas historias -muchas veces desconocidas- de forma didáctica. Alguien totalmente ignorante de la historia de nuestro país podría pasearse por las salas y llegar a entender lo que fueron estos años de resistencia y exilio, tanto humano como artístico.

El Zócalo, como se llama la sala subterránea a la que se llega por las escaleras, está envuelto en una atmósfera lúgubre: casi se huele la muerte. Textiles colgados del techo parecen pedazos de carne puestos a secar, o crisálidas secas (Primer Paso y Macramóvil, de Olga de Amaral y Marta Palau, respectivamente); en una pared un enorme textil rasgado y desteñido, que cuelga de un madero, me recuerda a un cuerpo crucificado (El Día Roto de María Asunción Raventós); y al fondo, una obra que adquiere volúmen a través de textiles y tapices superpuestos, evoca un ataúd o incluso un cartucho de dinamita por su color rojo y forma alargada (A Xile de Gosep Grau-Garriga). No es casualidad: esta sala muestra obras realizadas durante los años “de la resistencia”. Ya no se siente la atmósfera de carnaval y sueños de la segunda sala; aquí las obras susurran sobre torturas, dolor, y cuerpos desaparecidos. Un texto en el muro cuenta la historia nómade del Museo durante la dictadura, y los esfuerzos tanto individuales como colectivos que lograron preservarlo.

No puedo dejar de mencionar las obras expuestas en el hall de entrada del Museo, donde encontramos la escaleras para subir al segundo piso. Parte de la colección de arpilleras del Museo cuelgan unas junto a otras, como un cómic terrible que cuenta la historia cotidiana de la dictadura y la protesta. También cuelga un tapiz de Ana María Rojas, Sin Título, que habla de espera, exilio y desesperanza; pero que también narra las historias de colaboración que buscaban remediar estas situaciones, y como distintas comunidades pueden proveer sustento, identidad y fortaleza para pensar nuevos futuros.

Por último, quiero destacar la playlist creada especialmente para la exposición, cuyas canciones están escritas junto a las arpilleras colgadas; otro guiño que crea afectividad y relación, como lo son también las cédulas en textil. Permite volver al hogar escuchando la música y reflexionando con esta nueva dimensión sensorial sobre la muestra.

Recomendado: La exposición es un éxito. No sólo tiene un relato coherente y bien construido, que guía al visitante por sus pasillos entregando información clara y precisa para disfrutar de la exposición, sino que también explica en profundidad la relevancia del arte textil y quienes lo trabajaron, con el acento puesto en su rol narrador de la historia, tanto en momentos de celebración y esperanza (como con las coloridas arpilleras, y aquellos textiles en que el sueño colectivo se ve realizado), como en años oscuros que parecieron no terminar nunca (en que la muerte, descomposición y daño eran tristes protagonistas).

Dónde: primer piso, Museo de la Solidaridad Salvador Allende. Av. República 475, Santiago.

Cuándo: hasta Noviembre de 10 a 18 horas; después y hasta Febrero de 11 a 19 horas. Lunes cerrado.

Cuánto: $1.000 público general; entrada liberada para estudiantes, tercera edad, vecinos barrio República y personas en situación de discapacidad. Gratis los Domingos.

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